Por Marcelo Bilezker
¿Qué nos pasa cuando hacemos algo en exceso? ¿Qué hacemos cuando sabemos que nos hacemos daño pero no lo podemos evitar?
Si tenemos una sobredosis de droga, comida, bebida, tabaco, trabajo, internet, juegos, sexo, etc, lo que intentamos hacer es reducir o si es posible eliminar completamente el consumo de aquello que nos produce la sobredosis. ¿Pero qué pasa cuando la sobredosis es de indignación? ¿Podemos dejar de indignarnos? ¿Debemos dejar de indignarnos?
Nos indignamos todos los días con cada nuevo femicidio. Nos indignamos cada mañana con todo lo que cae: el empleo, la industria, el consumo, el poder adquisitivo… pero también con todo lo que sube: el endeudamiento desenfrenado, los precios, los peajes, las tarifas, el transporte, la nafta. Nos indignamos porque cada vez más gente no llega a fin de mes y con que la plata ya no alcanza. Con la pobreza creciendo día a día. Tenemos una indignación permanente hace un año y medio con la detención ilegal de Milagro Sala.
La semana pasada nos indignábamos porque el gobierno puso los recursos naturales del país como garantía del pago de nueva deuda, que ya supera en apenas 16 meses los 80.000 millones de dólares, el doble de la que nos dejó la dictadura. Nos indignamos por el intento de Macri de perdonarse a sí mismo la deuda del correo, pero al toque nomás nos indignamos porque un fiscal denuncia que al Correo lo están vaciando en beneficio de las otras empresas del grupo Macri, y enseguida nos indignamos porque echaron al procurador que estaba investigando al Correo, poniendo en su lugar al mismísimo abogado de las empresas de… Macri. Nos indignamos por la represión a los docentes, por la detención de estudiantes en la universidad de Jujuy, por la represión en la Panamericana. Nos indignamos porque cuando se estaba inundando e incendiando el país, el rabino Bergman, ministro de medio ambiente, decía que lo único que podía hacer era rezar.
Y la lista continúa. Y es larga.
Y ahora nos indignamos, y mucho, con el fallo de la Corte Suprema que puede dejar libres a torturadores, represores, ladrones de bebés y asesinos, para que puedan caminar por la calle al lado nuestro.
¿Qué hacemos con toda esta indignación? ¿Cuánta indignación más soporta nuestro cuerpo y nuestra psiquis? ¿Podemos seguir indignándonos todos los días con cada nuevo desastre que hace este gobierno, con cada nueva mentira, con cada nuevo hecho de corrupción? ¿Es sano para nosotros tanta indignación superpuesta?
Seguramente no. Indignarse tanto, cotidianamente, no debe ser sano, no debe ser bueno para uno. Cansa y enferma estar todo el tiempo indignado.
Para peor, también indigna estar cansado de indignarse. Y puede ser que a fuerza de repetición y cansancio, queramos dejar de indignarnos porque es demasiado, no nos hace bien vivir indignados. Quisiéramos vivir tranquilos, en paz. A veces nos dan ganas de tirar la toalla y esperar, refugiarnos en algún lado. Pero estamos atrapados entre el deseo de vivir tranquilos, y lo que nos pasa con cada noticia indignante. Porque sabemos que si dejamos de indignarnos, nos ganaron. Ganaron los poderosos, los explotadores, los injustos, que van a continuar haciendo los desastres que están haciendo en provecho propio, enriqueciéndose y dejando pobreza y violencia en el camino, y ya ni siquiera van a tener enfrente nuestra indignación. No queremos dejar de indignarnos, porque eso también nos indigna. Y tampoco podemos des-indignarnos. No hay marcha atrás. Pero sabemos también que la indignación no es suficiente, debe tener el destino natural de convertirse en acción, en búsqueda de justicia, en un vivir mejor en comunidad. La indignación nos blinda contra la resignación. Pero la indignación sola, sin acción, nos enferma.
¿Debemos ocultar nuestra indignación para no generar conflictos, para acercar voluntades? ¿Debemos evitar discusiones políticas con nuestros círculos cercanos para no llegar a la confrontación? Creo que ya no, si alguna vez lo creímos útil, ese tiempo ya pasó. Es tiempo de mostrarla abiertamente, sobretodo a aquellos que no piensan como nosotros, o no ven lo que nosotros vemos; o a los “neutrales” que no quieren hablar o no les interesa “la política”, o a aquellos que miran con desdén nuestra indignación. No creo que debamos renunciar a ella para achicar la grieta. No es por ahí que lograremos achicarla. Mostrar la indignación no es una confrontación inútil. Es una necesidad y una posibilidad de producir algún contagio en esa porción de la población que más allá de sus posturas políticas, puede sentir la misma indignación sin mostrarla abiertamente. Pero, sobre todo, debemos lograr que esta sobredosis de indignación nos lleve a la acción. La que cada uno elija, y si es colectiva, mejor. Será la única manera de seguir siendo fieles a nosotros mismos, y de no enfermarnos nadando en las olas estériles del “qué-barbaridad”.
Iniciar o participar de un debate sobre este artículo